Tarzaán

Alejandro Villalobos

Crítica

En Costa Rica, el paisaje ha sido y continúa siendo protagonista en los decorados internos y, en algunos casos, hasta parte de la señalética externa de sodas, cafeterías, cantinas, restaurantes, el chino de la esquina y las pulperías del barrio. Como representación, el paisaje ha sido también, desde siempre, uno de los pilares fundamentales de la historia del arte costarricense. En este sentido, el mejor ejemplo es el espacio estelar que ha ocupado dentro de los guiones curatoriales del Museo de Arte Costarricense.

Dentro de la historia del arte costarricense, el ícono por excelencia ha sido una representación idílica del paisaje. Lo que se conoce como “nueva sensibilidad” o la “Generación de los años 30”, estuvo integrado por artistas que durante esa década del siglo XX se dedicaron a pintar el paisaje local a través de imágenes idealizadas y complacientes -a excepción de unos cuantos ejemplos- con cielos azules,nublesblancasymontañasverdes/ azuladas. Incluida, por supuesto, la casa de adobe como imagen icónica.

En el libro: "Las Exposiciones de Artes Plásticas en Costa Rica (1928-1937)", Eugenia Zavaleta realiza un análisis, des- de varios enfoques, del discurso de la producción artística local presentada en dichas exhibiciones. Concluye, según David Díaz, que “los artistas costarricenses se inclinaron más por el paisaje y, a través de él, imaginaron y recrearon una Costa Rica bucólica, rural y semirural, con casas de adobe relucientes de color, sin conflictos sociales, en paz y con amor hacia el trabajo.”1 Está claro que el análisis de Zavaleta se refiere al proyecto de una invención nacional como un todo donde se intenta configurar una idealización de la realidad nacional; sin embargo, también es importante rescatar la idea del paisaje nacional idealizado, la cual ha sido arrastrada hasta pleno siglo XXI.

Es aquí donde el Museo de Arte y Diseño Contemporáneo (MADC) considera la obra de Alejandro Villalobos como una bifurcación que se suma a la de otros pocos que se han empeñado en representar un entorno diferente, honesto. Villalobos logra entusiasmarse con el vértigo de un cielo plomizo que carga un aguacero a punto de precipitarse, y logra insertarnos en ese ambiente húmedo y nebuloso, incluso amenazante. Justo eso es lo que caracteriza su obra, el ambiente.

Aguaceros, nubes grisáceas, montañas pardas y lejanas, manglares que se mezclan con los pigmentos industriales y acabados brillantes / metálicos. Este contraste y su experimentación sobre papel con las monotipias resultan casi un dato anecdótico si se aborda la obra de Villalobos desde su aporte a la manera en la que nos relacionamos con nuestro clima tropical. Él no necesita desplazarse a la “campiña” para trabajar, la atmósfera es quien lo persigue; pero sí necesita salir a caminar para pensar y observar. Esas caminatas sin duda son el reflejo de su conexión con su paisaje consciente, que le ha permitido encontrar el encanto de otros paisajes, y conformar otro ideario.

Esta exposición el paisaje como instrumento para formación de cánones socioculturales de mediados de siglo XX, y se instala en un proceso de construcción del discurso identitario del imaginario colectivo costarricense totalmente distinto; uno contemporáneo.